Negación de Pedro Rembrandt |
Ustedes ya conocen mi temperamento primario, mis promesas incumplidas. Cortada de oreja en el Huerto de los Olivos, para defender al Amigo. Y aquella hora amarga de la negación del Maestro. Con razón Marcos, el evangelista, le puso mucho dramatismo a la escena, con muchacha del servicio a bordo y el canto de un gallo. Negué al Maestro, pero luego supe llorar mi traición. Porque así somos todos. No lo digo para excusarme, sino para alentar a muchos.
Pero Jesús conoce de qué pasta hemos sido hechos. Luego de su resurrección todo fue seguridad y confianza. Cada día recuerdo aquella escena junto al lago: “Simón Hijo de Juan, ¿me amas más que estos?, me dijo Él”. Yo respondí con el corazón en los labios: “Señor, tú sabes todo, tú sabes que te amo”. Me pareció estar destruyendo aquel principio filosófico de que algo no puede ser y no ser al mismo tiempo. Pero así es cuando uno ama al Señor de verdad, a pesar de todo, a pesar de tantas caídas.
María
Durante aquel drama de la Pasión mi papel fue discreto. Sufrí en silencio como saben hacerlo todas las madres buenas. Pero me tocó estar presente. El evangelista san Juan es sobrio al presentarme. Sin embargo, fue trascendental mi tarea. Recibía entonces el encargo de acompañar al grupo de creyentes, es decir a la Iglesia, en aquellas horas de penumbra.
Me han pintado siempre demasiado dolorosa. Derrumbada por la tragedia. No fue así. Yo estaba allí para dar razón de mi esperanza. Algo que sigo haciendo en todos los momentos de la Historia.
Tengan en cuenta que yo soy la Madre del Resucitado. Está bien que recuerden mis sufrimientos. Pero además resalten mi alegría ante las maravillas del Señor.
Continúo siendo la Madre de la Iglesia. De cada creyente que se acoja a mi regazo. De cada comunidad. De cada hogar. Allá junto a la cruz, Jesús me entregó a Juan como hijo y en él a todos los humanos.
Los creyentes a veces me alaban demasiado, pero no se preocupan de imitarme. Yo les diría que lo esencial es la fe en Jesús, la sencillez en todo momento y el servicio. Servicio desinteresado a la causa del Evangelio y a todos. En especial a los más necesitados.
Poncio Pilatos
Luego de la muerte en cruz de aquel Galileo, la historia me ha convertido en el símbolo de la cobardía. Pudiera ser. Pero yo, como les sucede a muchos, aún amigos de Jesús, andaba en otro cuento.
Fui el tercer gobernante de Judea, en nombre del emperador, desde el año 26 al 36 de la era cristiana.
Me enviaron a Judea a reprimir el descontento de esos hebreos, a quienes desprecié de corazón. A Jesús apenas lo conocí de paso.
No lo condené directamente. Sólo permití que los judíos aplicaran sus leyes. Aunque en verdad ese predicador ambulante a quien llamaban el Nazareno, me llamó la atención. Vi en él un hombre interesante y sincero. Que fuera Dios, no lo sé. Los romanos profesamos una religión poblada de dioses.
Que tuve miedo durante el proceso de Jesús, no puedo negarlo. Además ese sueño de mi esposa me hizo lavarme las manos, dejando que las cosas ocurrieran a gusto de los enemigos del profeta. Que nadie vaya pues a culparme.
Con razón, años después, allá en Las Galias, alguien me preguntó durante una fiesta social: “Poncio, ¿y qué nos cuentas de Jesús de Nazaret, cuando fuiste procurador de Judea?”. Le respondí vacilando: “Jesús, Jesús de Nazaret... Yo no me acuerdo”.
Herodes Antipas
¿Quién remodeló el templo de Jerusalén con toda magnificencia? Ninguno otro sino mi padre. A él achacan ciertos pecadillos. Lo mismo que a mí me ocurre. Como el vivir con la mujer de mi hermano. Pero ¿qué se hace ante las circunstancia de la vida?
En Palestina goberné las provincias de Galilea y Perea, con mano fuerte. Aunque me han pintado astuto y soberbio, con ciertos rasgos de sentimentalismo religioso. Algo me quedaba de la religión de mis mayores.
En la pasión de Cristo apenas fui un personaje decorativo. Quise burlarme del Galileo y le mandé vestir de loco, pero luego tuve miedo de él. Quizás era Juan Bautista que había resucitado.
Asco me da de todo esto: el sanedrín judío. Esa turba de indigentes que seguían al profeta. Su doctrina romántica que nada pudo arreglar entre sus compatriotas.
Sin embargo, yo fui víctima de de mi propia conciencia. Ni la crueldad ni las riquezas pudieron remediar mis temores.
Por todo ello me refugié en mi palacio, no lejos del templo de Jerusalén.
—Cada cual en lo suyo y que se hunda la tierra.
Sólo que al final de mis días, atormentado por terribles dolores, recordé con frecuencia a aquel Jesús, un hombre de rostro manso y compasivo. Alguna vez intenté invocarlo como a un Dios benévolo, rogarle que viniera hasta mi lecho.
José de Arimatea y Nicodemo
Mi compañero, Nicodemo, hacía parte del Consejo Supremo en Jerusalén, e integraba el grupo de los fariseos. Yo, nacido en una aldea del sur, también pertenecía al sanedrín. Tuvimos la oportunidad de conocer a Jesús, pero no fuimos sus discípulos.
El Evangelio sin embargo destaca nuestro compromiso con el Maestro, cuando pedimos a Pilatos su cadáver y lo preparamos para guardarlo en un sepulcro nuevo. Nicodemo aportó más de 30 kilos de una mezcla perfumada de mirra y áloe.
Pero a pesar de todo muchos nos critican. Dicen que fuimos amigos clandestinos de Jesús y solamente lo tuvimos en cuenta después de muerto. Quiero dar una explicación: asuntos del gobierno y negocios personales nos copaban el tiempo. Y además no era fácil seguir a este profeta por ciudades y aldeas, exponiéndonos además ante la sociedad judía. Ello hubiera perjudicado nuestro prestigio.
De otro lado, éramos muy exactos en el cumplimiento de la ley y en el culto del templo. Aunque mi compañero, luego de haber tenido una entrevista personal con Jesús, una noche de luna, empezó a desviarse del judaísmo. “Te es necesario nacer de nuevo”, le había dicho el Maestro. Y este hombre comenzó a transformase notablemente.
María Magdalena
Santa María Magdalena Ribera |
Aquel dolor sin límites me enmudeció. Sin embargo, estuve presente cuando José y Nicodemo desclavaron el cuerpo de la cruz, lo embalsamaron y lo condujeron al sepulcro.
Sin embargo, mi corazón me iba diciendo cosas desconocidas, que yo misma no podía comprender. Por esto madrugamos al tercer día, a ungir nuevamente el cadáver con perfumes. Pero la piedra estaba corrida y allí junto al sepulcro nos hablaron unos ángeles.
Corrí enseguida a avisar a Pedro. Él y Juan llegaron corriendo. El cadáver de Jesús no estaba. Solamente las vendas dobladas y, aparte, el sudario. Entonces todos empezamos a creer y un gozo inmenso nos inundó el alma.
Los escritores me dan el crédito de haber sido la primera que descubrí al Señor resucitado. Es cierto, pero tan enorme noticia no me la guardé para mi sola. Salí a contar por todo Jerusalén.
Avanza la historia y, en todos los rincones del mundo, hombres y mujeres de todas las razas confiesan hoy con el alma en los labios: verdaderamente ha resucitado. Luego es Dios. Luego en Él podemos depositar serenamente toda nuestra confianza.
Simón de Cirene, llamado Cirineo
El evangelista Marcos tuvo el detalle de citar en su escrito a mis dos hijos: Alejandro y Rufo.
Nací en el actual territorio de Libia y me llamaron Simón. Con numerosos paisanos, formábamos una abundante colonia judía en Jerusalén, con sinagoga propia.
Aquel día, víspera de la Pascua, regresaba de mi parcela en las afueras de la capital. De improviso me encontré con quienes empujaban tres reos hacia la colina de la Calavera. Los soldados me obligaron a ayudar con la cruz a uno de ellos, cuyas fuerzas fallaban.
Después supe que se llamaba Jesús y era de Nazaret. Al fin, pude llegar a mi casa, molesto y enojado.
No volví a saber más de ese Jesús. Pero a la semana siguiente, salieron en Jerusalén con la historia de que ese hombre era un gran profeta. Algunos lo tenían por el Mesías y aseguraban que había resucitado. Yo no quise meterme en tales asuntos. No eran del todo claros y además despertaban sospecha entre los dirigentes de la ciudad.
Mis hijos sí tuvieron buena amistad con los de aquella secta que se llamó de los cristianos. Y más tarde, Pablo de Tarso mencionará a Rufo en una de sus cartas. Le llamará “cristiano eminente”.
Pero a pesar de haber visto a Jesús, yo seguiré siendo judío hasta mi muerte.
Caifás
Tal vez no necesito presentación. ¿Quién no me conoce en Jerusalén y sus alrededores? Sin embargo, ignoran que mi verdadero nombre es José. Caifás es un apodo. Algo así como el Cefas, de algún otro.
Durante dieciocho años me he mantenido como sumo sacerdote. Esto trae sus ventajas, pero exige de continuo aceitar la maquinaria. Y para esto se necesita astucia y mucho dinero.
De mi suegro, Anás, aprendí cómo mantener el favor de los romanos y también de los judíos. No es tarea fácil. Pero él es un maestro.
Son buenas las entradas por el culto el templo, pero en cambio hay que tener habilidad para que todo funcione.
Hemos tenido un engorroso asunto con Jesús de Nazaret. A ratos se me hacía un ingenuo. Otras veces parecía un hombre honrado. Se logró que Pilatos lo dejara en nuestras manos y a petición del pueblo, lo enviamos a la cruz.
Espero que las cosas no se compliquen demasiado en adelante. Pero si asoma una revuelta, buenos oficios tengo con las tropas romanas y todo volverá a ser normal. Lástima que estas fiestas de pascua hayan sido empañadas por este proceso.
Tal vez con la muerte de su líder sus seguidores se calmen y la fama del templo y sus ofrendas no sufran perjuicio.
El centurión
Uno había crecido en la religión del imperio, en otra cultura, en otras condiciones. Teníamos muchos dioses, pero igualmente y valga la verdad, muchos miedos.
A este Jesús lo conocí solamente de lejos. Pero pude entender que el Dios del cielo puede manifestarse de la manera más sencilla, en los humildes. No me interesó mucho la religión de los judíos. Eran un pueblo inculto, resentido y fanático. Llenaban su vida con presentar ofrendas en el templo, sin preocuparse mucho de la propia conducta y de los más necesitados. Sin embargo este profeta era distinto. Desde aquel día, cuando curó al criado de otro centurión, queriendo ir hasta su casa allá en Caná, comprobé que era un rabino amable, pero a la vez misterioso.
Me tocó por fortuna o infortunio, comandar la cohorte que tuvo a cargo su ejecución, la víspera de Pascua. Con él crucificamos también dos malhechores.
Vi en Jesús a un judío diferente. Cuando agonizaba en la cruz, pronunció algunas frases en hebreo que yo alcancé a comprender. Todas ellas me tocaron el corazón. Y cuando expiró, tuvo lugar un fenómeno extraño. Se opacó el sol y toda la colina del Calvario se estremeció.
Yo estaba apoyado en mi lanza, vigilando todo esto, y no pude menos de exclamar: “Verdaderamente este hombre era el Hijo de Dios”.
Barrabás
San Mateo, al contar la pasión de Jesús, me llama “preso famoso”.
Y en verdad mi prontuario no fue escaso. Me acusaban de ladrón, extorsionista, asesino y otras bellezas más. Al fin, como sucede siempre, caí en manos de la justicia.
Era costumbre judía, con motivo de la Pascua, liberar a un detenido. Y Pilatos continuaba esta práctica. Ese día ofreció a los judíos indultar a Jesús, pues no encontraba en él causa de muerte. Pero el pueblo, azuzado por los escribas y fariseos, pidió más bien mi libertad. No sé bien si gané o perdí. Salí rápidamente de Jerusalén hacia el norte, donde me esperaban mis compinches, para seguir en la violencia y la rapiña.
¿Qué podría decir yo? Que aquel judío llamado Jesús me salvó la vida. Sin embargo, fue una salvación muy extraña: para vivir muriendo.
Años más tarde, frente a las tropas romanas, se llegó mi momento final. Entonces recordé a aquel condenado de rostro manso, que atado ante Pilatos, esperaba su sentencia. Le encomendé de todo corazón mi suerte.
Todos nuestros caminos se entrecruzan, se apartan y vuelven a encontrarse. Pienso, sin embargo, que lo importante es tropezar por alguno de ellos, con Jesús de Nazaret, que es el Hijo de Dios, el Salvador.
Dimas
Cristo y el Buen ladrón Tiziano |
Muchas cosas se han dicho sobre mi persona. Que era hijo de otro malhechor. Que venía de Egipto. Que me llamaba Dimas. Lo único cierto es que, aquel día, las autoridades judías nos crucificaron. Éramos tres. Otro ladrón que murió renegando y maldiciendo. Aquel crucificado que demostró ser alguien superior, por su serenidad y mansedumbre. Y yo, que descubrí en él algo misterioso. Invocaba a su Padre del Cielo y por eso, luego de reprender a mi compañero de martirio, me encomendé con el alma a este reo bondadoso.
Decían que era un rey fracasado. Pero quise pedirle que cuando recobrara su reino, se acordara de mí. Y Él, ya agonizante, prometió acogerme aquella misma tarde. Me habló de un paraíso, algo que para nosotros los judíos suena a felicidad. A plenitud.
Nos pasamos la vida persiguiendo tantos paraísos. Y mire usted que, de repente, alguien a quien no conocía, me lo entregó de balde. Bastó un deseo. Una humilde petición, cuando la vida me lanzaba trágicamente a la frontera.
Después yo me perdí en las tinieblas del dolor y de la muerte. Pero en la oscuridad pude encontrar, como lo alcanzan tantos arrepentidos, al Dios que nunca falla. El que guarda las llaves del Reino de los Cielos.
Juan
En verdad fui el más allegado a Jesús, pero yo no me las daba. Cuando se trataba de mi persona, escribía: “Aquel otro discípulo”.
De mi parte, hubo correspondencia a esa predilección del Maestro. Cuando los demás se escondieron, yo estuve cerca a Él durante toda su pasión, hasta la muerte.
Por todo esto recibí el regalo de su santa Madre, cuando ya para expirar, Jesús me dijo: “He aquí a tu madre”. La recibí en mi casa y la cuidé hasta el final de sus días, allá en Éfeso.
De todo ellos me quedó en el alma una honda experiencia del amor que Dios tiene para todos los mortales: “Tanto amó Dios al mundo —le dijo el Maestro a Nicodemo—, que le entregó a su único Hijo para que el mundo se salve”.
Pero no se trataba sólo de sentir ese amor infinito de Dios, sino también de comunicarlo. Por esto escribí en una de mis cartas: “Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca del Verbo de la vida, esto os lo anunciamos”.
Después de la ascensión de Jesús, acompañé las comunidades creyentes en muchos lugares. Sufrí además por el Evangelio persecuciones y destierros. Pero al final pude resumir toda enseñanza del Señor en una sola palabra: el amor.
Judas Iscariote
El Beso de Judas Fra Angelico |
Nací en Queriyot, una pequeña aldea de Judea (en hebreo, Ish-Kraiot), de ahí proviene mi nombre y el de mi padre, Simón Isacariote.
Tuve una vida tranquila en mi pueblo hasta que conocí a un hombre, Jesús de Nazaret. Jesús me confió la tarea de tesorero de los fondos de los apóstoles y la custodia del dinero recolectado para los pobres.
Me sentía como un revolucionario que se ha equivocado de revolución, yo esperaba un Mesías liberador de la tierra de Israel.
Lo más grande de todo es que no sé exactamente por qué lo traicione, se especulaba que lo hacía por codicia, como yo guardaba la bolsa, me quedaba con una parte de las ganancias (demasiado simplista ¿no?); otros pensaban que era envidia que tenía de los apóstoles... Pero los verdaderos motivos que me impulsaron a obrar de aquella forma fueron quizá una equivocación, una confusión de ideales, me sentía defraudado y estúpido, había malgastado mi tiempo en cosas que no me interesaban, y llegaron a consumirme de tal modo que un buen día decidí acercarme a ver a los Sumos Sacerdotes y entregar a Jesús.
Prendieron a Jesús y se lo llevaron. El crimen se cumplió. Desde entonces se me conoce como Judas, el traidor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario